Por Miguel Ledesma
“Mientras sean desaparecidos no puede
haber ningún
tratamiento especial, es una incógnita,
es un desaparecido,
no tiene entidad, no está
vivo ni muerto, está desaparecido.”
General Jorge
R. Videla
Muchas son las sorpresas que se encuentran viviendo en un
contexto lingüistico distinto al propio.
Basta con mencionar la gimnasia del “esto se llama así – “esto se pide así ”, o la recreación anticipada de las descripciones
(con todo y gestos) que le haremos a la empleada para que nos guíe hacia un producto cuyo nombre, obviamente, desconocemos.
Es una cuestión de práctica, como en todo, que al final te va permitiendo habitar
el idioma que te hospeda con cierta comodidad.
Más complicado resulta el
terreno de la socialización. No sólo porque tu carencia de historia/contexto termina dejándote inevitablemente fuera de la mayoría de las conversaciones, sino también porque crearte una cotidianidad significa atravesar una
tupida selva de lugares comunes alrededor de tu nacionalidad (o lo que sea que
eso signifique). Entonces, sin mayores inconvenientes, comienzas a hablar del
fin del mundo que “predijeron” los mayas; de las playas de Cancún y –¿por qué no? –, del lago Titicaca y los
migrantes italianos en Argentina -que no tienen mucho que ver con México, pero a veces uno termina divagando sobre esas y otras
cosas…
Como hispanohablante, por otro lado, no puedo no notar los
préstamos que le hace mi idioma
al italiano: goleador, mundial, murales, tacos, chiringuito, corrida, poncho, tequila,
palabras que hacen referencia al deporte, al arte, la comida y la fiesta. Pero
están también aquellas otras de origen e implicaciones más oscuras, como golpe
(de Estado) y golpista (normalmente
un general hijo de puta)… y desaparecidos.
Por supuesto que en el italiano, como en todos los idiomas
que se hablan en este maltrecho planeta, existen muchas palabras extranjeras de
uso común en el lenguaje de todos los
días. Sin embargo es muy significativo
que ciertos sucesos en la historia reciente de América
Latina hayan quedado registrados como verdaderos préstamos semánticos en un idioma que se
habla solamente en Europa.
Se dice que la presencia de dichos préstamos sugiere el empobrecimiento de una lengua, porque a
pesar de que la misma palabra existe en los dos idiomas, en el imitado tiene un
significado o una connotación que en el otro no existe.
Aquí yo me inclino a pensar que la
riqueza es relativa, porque si en Italia se han adoptado este tipo de palabras,
es porque este país no ha tenido que padecer los
horrores que sí se han experimentado en
Latinoamérica.
Efectivamente, durante la década
de los setenta y buena parte de los ochenta, Chile, Argentina, Uruguay,
Paraguay y Brasil sumaron poco más de 50 mil asesinatos, 37 mil
desapariciones, 400 mil presos políticos y poco más de cuatro millones de personas que se vieron obligadas al
exilio. Podríamos decir entonces que aquí se encuentra el certificado de suficiencia para que golpe, golpista y desaparecidos
hayan ingresado oficialmente al vocabulario italiano sin mayores problemas…
Lo curioso es que muchos gobiernos luchan todavía para que nadie nos quite ese bizarro privilegio. Y es que
si durante la década de los ochenta la “guerra contra el marxismo”
(Washington dixit) se intensificó en Colombia (donde todavía
continúa) y Centro América, en el presente, luego de varios años de una dudosa paz, es México
quien está a la vanguardia en términos de violencia, gracias a una supuesta guerra contra el
narcotráfico, declarada hace cinco años por el presidente Felipe Calderón.
Se trata de una guerra que hasta el día de hoy ha cobrado la vida de 60 mil personas y la
desaparición de poco más de 10 mil. Fresca en su desarrollo, parece inaprehensible
para quienes buscamos entenderla, lo mismo que deliberadamente ocultada para
quienes viven más allá de nuestras fronteras. Hace un par de meses, estando todavía en México, me decía un profesor de mi universidad (exiliado argentino, por
cierto) que la única manera que existe para
hacerse una idea de lo que está sucediendo es leer el día
a día de esta guerra. Sea o no de
una estrategia correcta, me parece sintomático que la mayoría de los libros que se ocupan del tema estén hechos precisamente por periodistas.
La versión oficial busca convencer a la
gente de que se trata de una lucha “del bien contra el mal”: la guerra justa de un gobierno decidido a acabar con el
crímen organizado. Hay quenes
piensan que se trata más bien de una confrontación entre el cártel representado por el
propio gobierno y el resto de la criminalidad organizada, cuyo origen se
encontraría en el control del mayor
mercado de drogas a nivel mundial, los Estados Unidos. Hay, por otro lado,
quienes tienen una visión más global del asunto y que, sin excluir la variable de la
economía criminal, señalan la presencia de una estrategia más amplia de origen estadounidense, complicidad mexicana e
implicaciones geopolíticas.
Me inclino por la tercera opción, que contiene a la segunda y denuncia la falsedad de la
primera. Hablar de ella a detalle escapa a los límites
del presente artículo. Me limito a señalar algunas cuestiones:
En primer lugar, es evidente la participación de los Estados Unidos en la guerra, a través del así llamado Plan Mérida, que incluye el
financiamiento, la asesoría y entrenamiento de los
cuerpos de seguridad mexicanos en el combate a la delincuencia. En segundo
lugar la estrategia del gobierno de Calderón se ha centrado en atacar la
producción, el traslado y el consumo de
drogas, mientras deja intactas las estructuras financieras del narcotráfico. Por último, no deja de llamar la
atención que en el contexto de esta
guerra se han incrementado exponencialmente los ataques a organizaciones
sociales y de derechos humanos, lo mismo que al movimiento indígena.
Estados Unidos no sólo es el mayor consumidor de
drogas a nivel mundial, también es uno de los principales
vendedores de armamento. Los narcotraficantes mexicanos necesitan colocar sus
productos en ese enorme mercado, pero también
incrementar cada vez más su poder de fuego mediante
la compra de armas. Esta interdependencia, vista en el más amplio marco de las relaciones bilaterales México-Estados Unidos, resulta ser más que reveladora cuando se tiene claro que la criminal no
es una instancia aparte de la economía, sino una de sus
componentes.
La violencia, por su parte, deja entrever otra dimensión de la complicidad en el testimonio de los sobrevivientes
o en los familiares de las víctimas. Desde siempre el
gobierno habló de muertes, detenciones y
desapariciones como producto del debilitamiento de los cárteles que, dice, pelean salvajemente por mantener o
conquistar mercados y territorios. Entonces los medios masivos de intoxicación no tenían ningún escrúpulo en calificar a cualquier
muerto de “criminal”… o al menos así era hasta que la gente que ha
sufrido los estragos de esta guerra empezó a reconocerse como parte de
un drama colectivo y no como casos aislados, producto de la mala actuación de algunos elementos del Ejército.
Agrupados en el Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad, familiares de las víctimas y colectivos opositores
a la guerra se han encontrado por todo el país.
En las plazas públicas, en los parque y en los
mercados populares, la gente se reune a hablar de sus experiencias y
organizarse para exigir justicia. En medio de estos encuentros, el caso de los
desaparecidos es uno de los más desgarradores. Como en una
postal de la Argentina en los años 70, aparecen mujeres y
hombres de todas las edades que buscan al marido o a la esposa; al hijo, al
sobrino o al tío… el grado de parentezco no es una limitante cuando de
desapariciones se trata.
Son numerosos los relatos de personas que buscan a sus
familiares sin la ayuda de las autoridades. Cuando se trata denunciar la desaparición de una jovencita, por ejemplo, es casi una tradición que los ministerios públicos
les respondan que “se ha de haber ido con el
novio”. Otro clásico es el,“¿por qué deja salir a su hija con minifalda, señora?”, que preguntan los policías en Ciudad Juárez, Chihuahua, una zona que
se ha vuelto internacionalmente conocida por la impunidad que rodea el
asesinato de mujeres, todas jóvenes, todas obreras.
“Si se llevaron a su hijo es
porque algo habrá hecho, señor”, dicen los policías cuando el Ejército se detiene a alguna
persona de la que nadie vuelve a saber nada. “Lo
mataron porque seguramente andaba metido en algo”,
repite la gente con miedo, que cree que ignorar la realidad es el mejor modo
para salvarse de ella. A veces, cuando es evidente que una persona fue
asesinada por la policía o los militares, se dice que
fue a causa de un “fuego cruzado”. En todos los casos el gobierno les llama “bajas colaterales”, disfrazando de excepción lo que todo el mundo sabe que es la regla.
Y es que la batalla se está
dando también en el terreno de los
significados y las percepciones. Ahí donde la gente denuncia desapariciones, los medios de comunicación han optado por la palabra levantón (que hace referencia al hecho
de ser levantado –trad. explicación al italiano). Donde las organizaciones de derechos
humanos denuncian ejecuciones
extrajudiciales, los medios y el gobierno dicen narcoejecuciones. En ambos
casos se trata de culpar al crímen organizado y a las víctimas, a pesar de que se sepa que los implicados son policías o militares.
Otro término que se está poniendo de moda es el de los falsos positivos. A muchos les costará
creerlo, pero es cierto. Los militares reciben compensaciones por cada “criminal” que asesinan o encarcelan. Un
premio más –no oficial, por supuesto- es el botín de guerra, que se reparte según la jerarquía de los soldados. Los falsos positivos son aquellas personas
inocentes que son asesinadas o secuestradas por el Ejército, y que casi siempre aparecen en la prensa como “narcotraficantes abatidos por las fuerzas del orden”. A las víctimas se les viste con
uniformes militares y se les colocan armas; muchas veces los cuerpos aparecen a
kilómetros del lugar donde fueron
secuestrados. Se trata de una práctica que fue muy común en Argentina y que lo es todavía en Colombia.
Por su parte la prensa sigue creando palabras para nombrar
lo que sucede con el afán de generar miedo y pasividad.
Entre las más comunes están aquellas que ostentan como prefijo la palabra narco: narcoejecución, narcofosa, narcopoder, narcogobierno, narcoestado. Y otras tantas que se refieren directamente a los
asesinatos, como empozolado (cadáveres disueltos en ácido), encajuelado (cadáver en la cajuela de un auto),
encintado (asfixiado con cinta
adhesiva), encobijado (cadáver envuelto en una manta)…
y así por el estilo.
En todo caso me pregunto cuánto
de todo este narcoslang terminará en lenguas extranjeras…
Muchas son las sorpresas que se encuentran viviendo en un
contexto lingüistico distinto al propio, es
verdad. Aún no puedo evitar sentir
escalosfríos cuando alguien aquí dice desaparecido.
Mi esperanza es que en su persistencia, el significado y las implicaciones de
esta palabra, de este préstamo semántico, abran las puertas hacia el otro y lo otro. Que sea
la solidaridad, esa “ternura de los pueblos” (como la llamaría cierto argentino que se hizo
cubano y luego murió en Bolivia), y no la
indiferencia, la que termine por definir esta guerra.
Curiosamente hasta para las palabras existen controles
migratorios, de hecho hay analistas que definen a los préstamos semánticos como inmigrantes mentales, que pertenecen un
grupo más amplio, llamado inmigración
léxica… palabrejas sin permesso di soggiorno, por supuesto, que
entrañan pequeñas bombas de otras realidades.
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Advertencia: El presente artículo aparecerá publicado en la revista Laspro, Marzo-Abril. El texto, traducido al italiano, está dirigido a un público idem,
que desconoce enormemente la situación que se vive en México... Otra
advertencia para algún mexicano que se asome a estas letras es que la
revista en cuestión es "literaria", y que al autor le pidieron hacer un
esfuerzo de acrobacia argumentativa para que el texto se ajustara a
la mencionada perversión.